En breve votaremos para renovar todas las instituciones, a excepción de los llamados parlamentos de Euzkadi, Catalunya y Galicia, tan vigilados de cerca, como todo lo demás, por los magistrados del Constitucional, verdadero dique de contención contra los cambios, como si con ello estuvieran ganando trienios para mejorar su sueldo.
Tampoco se renovará el de Andalucía, donde hay “susanistas” que por fin comprenden el lamentable estado en que se encuentran por no obligar a su lideresa a emigrar a Madrid para ponerse a las órdenes de Sánchez al día siguiente de su derrota en aquellas primarias que, convocadas bajo su particular “estado de excepción”, tuvieron lugar el 21 de mayo de 2017.
Las anteriores autonómicas de las tres citadas al principio también siguen proyectando su sombra. En primer lugar, las catalanas. Las últimas tuvieron lugar el 21 de diciembre de 2017 y se celebraron también en la situación excepcional creada tras la aplicación del 155. Al igual que las primarias del PSOE, las ganaron quienes habían sido desplazados de los liderazgos que habían ganado a base de democracia. Pocos electores me recuerdan más a los catalanes que consiguieron votar en su referéndum, dando la cara contra las porras de los policías, que los afiliados al corriente de pago que apostaron por Sánchez, defendidos en su caso por el secreto electoral, valga la paradoja. Y que no se quejen los socialistas de piel fina, porque con la comparación no salen perdiendo en un momento histórico que será recordado por la valentía de quienes se atrevieron a ser rebeldes.
Las últimas elecciones en Galicia y Euzkadi tampoco fueron “inocentes” en el camino hacia la actualidad. Se celebraron muy pocos días antes del Ferraz más conflictivo que se recuerda y sus resultados aceleraron aún más a quienes se habían confabulado para defenestrar al hoy presidente del Gobierno.
Otros hechos confluyen para aportar mayor emoción al momento que vivimos.
Por una parte, la deriva imparable de una derecha dividida y, por tanto, imprevisible y ultra competitiva, que muchas personas intuyen peligrosa, pues manifiesta un autoritarismo que no se avergüenza ni de parecer totalitario. Podrían perder votos, y aún más escaños, porque sus mensajes están teñidos de violencia desde el poder, ese y no otro es el significado del fichaje de militares franquistas para encabezar listas de Abascal, la otra versión del ejército como garante de la unidad de España que insistía la de Cospedal en cada desfile, no es necesario matizar que a cualquier precio. Las tres derechas de ahora estaban dentro de la que perdió la batalla de la ética contra su mentira más odiosa, y también siguen sin comprender que detrás de aquel masivo “No a la guerra” también había gente de derechas, pero civilizada. Tal como ocurre ahora con muchas mujeres no izquierdistas que se suman a la ola feminista, por mucho que lo nieguen.
Por otra parte, algo distinto tendrá que decir Pablo Iglesias el próximo sábado, 23 de marzo, si quiere regresar de verdad al centro del tablero mediático. No tengo información sobre lo que haya mascullado, pero seguro que no ha concedido vacaciones a sus neuronas durante la baja por paternidad.
Solo se me ocurre que señalar como objetivo político prioritario el final del tiempo monárquico en España le permitirá dar la nota que necesita. De esa forma obligaría a definirse a más de uno, se colocaría a una distancia imposible para Errejón y, además, podría robarle a Sánchez algunos de los votos anti franquistas que espera conseguir gracias a la exhumación de nunca acabar. Además, subiría a Podemos al tren del republicanismo emergente que se está construyendo con las sucesivas movidas locales que se promueven desde grupos juveniles que no sufren de prejuicios hacia los catalanes pero que, para suerte de Podemos y del PSOE, no han tenido tiempo de madurar una candidatura republicana potente y unitaria a las elecciones generales.
Relacionando con Catalunya, este golpe de timón de Iglesias sería la única manera de capitalizar la fuerza argumental de lo que todos saben, pero nadie reconoce: que solo la posibilidad de una república en España tendría hoy la fuerza necesaria para hacer dudar a un porcentaje mínimo, pero quizás bastante, de independentistas. Tal como le ocurrió a Sánchez tras aquel Ferraz, aunque de momento por otros motivos, nada tiene que perder ante el retroceso que anuncian las encuestas. Además, todo tiene un límite, y las incoherencias de Iglesias sobre la monarquía también, y más en alguien que sacó la “cal viva” del antiguo González contra el moderno Sánchez. Que mal suena hoy recordar aquel pleno del Congreso, pero quizás peores fueron sus consecuencias. Para Podemos.
Por si sirve para convencer, la cotización de la monarquía en España baja cada día. Pies de plomo antes de iniciar cualquier movimiento y ya no hay ni quien le quiera comprar a la naviera Balearia ese muerto llamado “Fortuna”, que quizás compró bajo presión y que tantas veces pisó Felipe durante sus veraneos en Mallorca, cuando aún no era sexto.
En otra de las curvas hacia la república, el conflicto territorial con Catalunya no para de complicarse porque es político, y política es lo que nadie ha querido hacer jamás desde “Madrid”, salvo que nos sumemos a quienes defienden que “la justicia es la política por otros medios”. Resulta deprimente constatar que, en este país, el único avance que hemos conseguido en el arte de buscar soluciones a los conflictos políticos haya sido cambiar la palabra “guerra” por “justicia”, en aquella famosa y cruel sentencia de von Clausewitz.
Sánchez ha definido su programa electoral: hablar, por una parte y, por otra, asegurar que, con el PSOE, Catalunya no conseguirá la independencia. Su primer compromiso solo depende de él, porque lo único que tiene que hacer es no callarse y tampoco dejar “vacía” su silla. En cambio, el segundo son palabras mayores, con muchos más actores implicados, comenzando por su “otro yo”. Por mucho que P.S. siga huyendo ahora de aquella “España plurinacional” que se sacó del baúl de los recuerdos cuando el referéndum del 1 de octubre aún no molestaba, sabe que eso le permitió conseguir muchos votos de andaluces también catalanes contra Susana. Y también que se trata de un concepto que no cabe en esta Constitución.
Hoy, cómodamente “atrapado por su pasado”, Sánchez sabe que el 28A viene cargado de respuestas pendientes de inventar, muchas más que todas las alegrías que puedan caber en una noche electoral. El líder del PSOE, una vez renovado su grupo parlamentario con una mayoría clara de afines, estará obligado a plasmar su “España plurinacional” en el proyecto de una nueva Constitución de la que quiere ser el líder principal, y con la que se asegurará cientos de portadas durante años, recortando de paso el privilegio mediático que se ha ganado a pulso el independentismo catalán.
No creo que Sánchez desaproveche la oportunidad si el PP más los de Abascal no llegan a un tercio de los diputados del Congreso, cosa que algunas encuestas no descartan. Aunque solo lanzara esa reforma en modo globo sonda, sabe que podría ser la única manera, si aún existe, para confundir a muchos catalanes, lo que para él ya sería un éxito importante.
Pero que la reforma constitucional pueda tocar la forma de Estado dependerá también de la ronda de urnas del 26 de mayo, de unas nuevas autonómicas en Catalunya que fortalezcan al independentismo y de muchos imponderables más, no solo dentro de nuestras fronteras.
Porque, a diferencia de cualquier izquierda de las de toda España hasta la fecha, para Puigdemont, Junqueras y los suyos, tan diversos como convencidos de lo que buscan, “República” es siempre una palabra que suma.
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