08.04.2018 El vértigo y el Valle de algunos caídos
Tengo vértigo. De niño nunca lo había sentido y me
atrevía a trepar por los riscos, saltando entre las rocas de esas montañas que
la infancia ayuda a recordar engrandecidas. Poco a poco fui descubriendo
un miedo nuevo que me habita y empecé a asomarme a las alturas como
si lo hiciera a los abismos.
A veces me daba por pensar qué pasaría si saltaba
desde el puente sobre el río o desde el campanario por encima del vuelo de unas
palomas que se convertían en mariposas en el estómago.
Cuando ese pensamiento me asalta, porque me sigue
ocurriendo, tengo que dar dos pasos atrás, respirar hondo cerrando los ojos y
convencerme de que eso no va a ocurrir. Yo sé que no pasará jamás pero solo
pensarlo me produce un mareo de debilidad.
Sin embargo siempre me han atraído las alturas. Me
gusta caminar hacia las cumbres de los altos cercanos y detenerme en las
aristas del paisaje adivinando lugares que dejas de ver a ras de suelo. En ese
juego de nuevas perspectivas encuentro adivinanzas y distancias nuevas que
siempre han sido iguales.
Hace unos días decidí que ya era hora de acercarme al
vértigo de una historia que lejos de marearme me ha ayudado a hacer de la
curiosidad conciencia y de la inquietud: espíritu crítico argumentado.
Es sabido que soy más de ribazos, acequias y bancales
que de asfaltos, rotondas y avenidas. Vamos que soy de pueblo y me atormentan
esas prisas que no te llevan a ninguna parte cuando el reloj se deshace en las
esperas. Por eso mismo nunca me he visto atraído por capitales ni grandes
aglomeraciones. No me acomodo a las multitudes ni al espejo vacío e infinito de
quienes no saludan por la calle, ni procuran ayudas y adelantan los hombros
para ser el primero en la carrera loca de la acera. Además me llevó
muy mal con los calores y sé que en las ciudades los alcorques del árbol no
dibujan corazones en la sombra.
Pero he ido a Madrid ya varias veces y por varios
motivos: por joven, porque sí y para ver.
Sumo a estas explicaciones una más que es la que más me gusta: por
amistad. Así que hacia allá nos fuimos a cultivar en los amigos el abrazo, la
porción del verano que nos toca, a matear con Claudia desayunos, a
pasear con Rafa convicciones y con Lourine los 20 años que van desde
un 15 de agosto de 1996 hasta la fecha cierta de mi amor, con errores y la verdad serena con
la que nos miramos y la quiero.
Madrid no nos esperaba pero fue amable. La capital y
agosto son educados en esa combinación casi azul que ofrece la mañana
temprana de un viernes oreado.
Hicimos los mandados, que no es lo mismo que gestiones
y recados, y nos fuimos a esas afueras que tiene la capital que están más
adentro que ella misma.
Y allí nos encontraron los amigos. A algunos de ellos
ni siquiera los conocíamos pero ya están en la agenda del agradecimiento,
la risa y el asilo que si pido será oriental y que ya tengo concedido.
Hicimos lo de siempre y que nunca habíamos hecho en
medio de un Atlántico insular tan tierra adentro. (Esa es la dirección donde
nos vive Claudia). –Es un guiño austral en el mar del cariño.-
No voy a describir todo lo visto y hecho, para eso sigue estando José Augusto Trinidad Martínez Ruiz, a quien releo desposeído de relojes y siempre
agradecido, pero quiero nombrar algunos elementos y elementas: vacío,
empanadillas, flan de ocho huevos, un cilindro roto, otro amor perruno, un
Kamasutra donde todos ponen crucifijos derechos, las hoces más deshechas,
Sepúlveda, corderos, lunas viejas, cucuruchos sin dietas,
brindis sin sol, ningún toro de Osborne (es curioso), las fotos más redondas,
cigüeñas … y esos campanarios solemnes levantados para que pueda repicar la
amistad y que se oiga.
Y solo cuento un poco.
Y como siempre pasa después de 7
días llegaron los domingos que son las despedidas.
Aunque antes de besar los 180
grados del volteo, había decidido hacer una incursión que tiene que ver con lo
que os contaba antes: lo del vértigo y mareos con su historia, abismos y
mentiras.
Y para allí nos fuimos.
Yo estuve silencioso, rumiando en ese destino teatral las certezas del miedo y la amenaza. ¡Teníamos que ir! No sabía porque. Necesitaba estar. ¡Sin saber para qué!
Yo estuve silencioso, rumiando en ese destino teatral las certezas del miedo y la amenaza. ¡Teníamos que ir! No sabía porque. Necesitaba estar. ¡Sin saber para qué!
Lo sabía desde antes de saber que
todo era mentira. Desde antes de tener la certeza oscura de que hay siniestras
muertas capaces de matar y de seguir matando.
No penséis que estoy loco, todo lo que os cuento lo
hago sereno, equilibrado, atado a la verdad por si las revisiones que mienten
letanías, paseando las sotanas de aquel julio agostado, estremecido, asesino,
cobarde y confesado me desmaya y me deja sin memoria.
Yo sí que
sigo estando cuerdo, aunque atado a una historia que quiero anudar en las
palabras de esta cuerda de locos que nos miente.
Era domingo y a la hora del
ángelus nos fuimos al Valle de Los Caídos, con la mirada cierta,
porque sabíamos que la dignidad es una montaña levantada que no quiere cuevas
escavadas.
Desde la
lejanía la cruz ya parece una espada; afilada, amenazante, soberbia, erguida e
impuesta: una amenaza que nada tiene que ver con su apariencia. Conforme nos
acercamos a ella el filo de las aristas va desvelando en sus brazos un martillo
constante capaz de pesar las 200 mil toneladas que la aplastan. A sus pies los
cuatro evangelistas y sus cuatro símbolos: el águila, el toro, el león, un
hombre alado y sobre ellos estas virtudes: prudencia, fortaleza, templanza y justicia.
En todo el recorrido yo solo vi la segunda de las otras tres no hubo rastro alguno,
ni en piedras ni en aires ni en la pena.
La gran cruz-espada, tiene una
altura de 150 metros y una sombra capaz de aguantar otros 58 años sujetando con
su raíz 50 mil muertos apresados. Dicen que se ve desde 50 kilómetros. Está
marcada a sangre y fuego sobre la piel de una España a la que todo parece darle
igual.
El
monumento es una simetría articulada en el eje de la cruz clavada en vertical
hasta las mismas entrañas de una montaña penetrada y violada.
Justo debajo, escavada en roca muerta está la fría
basílica a la que se accede tras pasar bajo un arco de seguridad flanqueado por un
escáner que analiza mi mochila, mi cámara de fotos, y mi inquietud.
Todo
el lugar pertenece al Patrimonio Nacional. Nueve euros es el precio de la
entrada, al poco descubro que se debería de cobrar para salir y no para entrar.
No hay un folleto que explique nada sobre esta nada vacía y horadada.
Algunos guías cuentan un no sé qué en inglés, en ruso, en alemán. Oigo a una
señora que ejerce de Cicerone en español para un simpático grupo de
jubilados pero no la escucho bien. Me fijo en un abuelo que a pesar de estar en
“lugar sagrado” tal y como indicaba un cartelito anterior no se ha quitado el
sombrero de paja que lleva ligeramente retirado hacia atrás.
El hombre está dos pasos por
detrás de los demás, con los brazos cruzados. Su mujer le hace un gesto
invitándole a descubrirse la cabeza y él dice: “! Déjame en paz !”. Eso
sí lo oigo y me quedo pensando…
Paz.
No es un lugar para tanta
palabra: paz. A mi izquierda 5 grandes recipientes de hierro recogen el agua de
unas goteras que caen desde el techo. Se oye el agua romper el espejo oscuro y
el silencio. En los laterales los guerreros de piedra de Juan de Ávalos sujetan
entre sus manos, verticales, más espadas. Están encapuchados con el mentón
cercano al pecho, dicen que orando, como rezando un rosario en el que cuentan
los muertos, sin misterios. A mí se me asemejan a verdugos siniestros, sin
mirada ni alma, sin perdón y sin paz…
La basílica se alarga
en su única nave como un lamento que se termina ahogando en el
crucero. Y
sobre el crucifijo la cúpula que repite los pasos detenidos en un eco siniestro
e inquietante. Hay humedad y un frío que se nota en las sienes. No te
puedes sentar, no hay ningún banco. Recostarse en la pared es un
escalofrío que viene desde dentro.
Es entonces cuando me doy cuenta
del cansancio. Algo está vaciando mi energía y solo se puede estar de pie o
arrodillado. Oigo quedos los rezos que provienen de la Capilla del Santísimo
situada a la izquierda del altar, a la derecha está la del Sepulcro. Me acerco
poco a poco, cansado, meditabundo y curioso.
Es una misa y cantan. No entro,
no hay eco, solo una reverberación continua, humedad y gente seca que me mira
por encima de su hombro: los míos aguantan el peso y la mirada, pero se encogen
al leer sobre la puerta seis palabras y dos fechas que son paréntesis cerrados:
“Caídos por Dios y por España.
1936-1939”.
Decido irme, salir sin escapar,
caminando por el centro de todo y mirar hacia atrás para tener conciencia de
que todo está allí. Tal y como lo dejaron: atado y bien atado.
He visto la tumba de José Antonio y sus flores, quiero
pasar otra vez junto a la de Francisco Franco y recitarle mis apellidos,
recordar a mi padre y su gente, sus hambres, sus exilios, mover los labios y que se me oiga hablar del tío
José Juan Pastor Vizcaíno fusilado en la tapia por juez y por humano y nombrar
a mi abuelo; Antón Pastor Vizcaíno que fueron a por él y a mi abuelo materno
Juan Almendros López que se murió ciego, pegado a Radio Pirenaica y diciendo
que a Franco le quedaba muy poco.
Y cuando voy a decirlo en voz
alta, plantado frente al mausoleo vergonzoso de su odio le vi de nuevo
y me quedé callado.
Intuí que algo iba a pasar, quizá
un detalle, algo muy breve más allá del gesto. Creo que no estaba preparado: la
verdad en la conciencia nunca pide permiso, solamente sucede si hace falta.
No se había quitado el sombrero
de paja, su mujer y su grupo miraban las pinturas del techo en la distancia. Se
limpiaba las gafas con un pañuelo de hierbas azul y blanco, se las puso, ajustó
la mirada y se acercó al granito. Pisó la lápida primero con un pie, luego con
el otro y descansó el peso de su historia apenas tres segundos. El tiempo
necesario para hinchar los pulmones y acordarse de alguien.
Con la punta del pie, movió las
flores que tapaban la F, la primera. Suspiró, miró el reloj y el tiempo le supo
devolver la mirada, se ajustó el sombrero, dio media vuelta y con los brazos en
la espalda. Yo fui detrás y al salir le noté
que silbaba una alegre canción de despedida. Le estaban esperando y seguía sin
prisa.
Yo miré la piedad que corona la
entrada, descomunal, enorme, retorcida. Un Cristo con la boca cerrada y
una virgen sin ojos y sin llanto.
Ni paz, ni piedad, no sentí nada.
No habitan allí. Ya no iré más. No es mi patrimonio.
Juan
Andrés Pastor Almendros.-
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